No tienen precio
Hace unos años, mientras buscaba gangas en una tienda de segunda mano, encontré un rollo entero de cinta. Necesitaba cinta para mis paquetes de matemáticas. Comprobé el precio y todos ellos estaban puestos a 49 centavos.
Todos, excepto el que yo quería. La etiqueta indicaba 79 centavos. «¿Por qué este tiene que costar treinta centavos más que el resto?», me pregunté.
La etiqueta estaba pegada a la cinta y no en la cartulina del centro. Empecé a suponer que se había despegado de otro producto y se había enganchado a la cinta. Así que la saqué y fui a la sección de pago.
Cuando la dependiente me preguntó cuánto costaba la cinta le dije que eran 49 centavos. Le entregué un dólar y ella me devolvió el cambio.
Al día siguiente, en la escuela, mientras ataba la cinta a los paquetes, volví a pensar en la discrepancia de precios. «¿Tu integridad solo vale treinta centavos?», me preguntaba mi conciencia. Al pensar de ese modo me di cuenta de la mala decisión que había tomado.
La siguiente vez que fui a la ciudad, volví a la tienda de segunda mano. Después de explicarle a la dependiente lo que había hecho, le di medio dólar y le dije que se quedara el cambio. Después salí de la tienda con mi integridad intacta. Desde entonces, cuando siento la tentación de hacer algo mal, me pregunto: «¿Vale mi integridad?»
Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!, ¡dame un espíritu nuevo y fiel! —Salmo 31: 10.
Cuando te das cuenta de lo que se podría perder, los beneficios a corto plazo del pecado no compensan. Un carácter firme y una conciencia limpia no tienen precio.